Sant Joan era un hermoso monasterio con sillares de piedra que todavía tenía el brillo y el matiz de recién cortada. José entregó las cartas de recomendación que llevaba a la hermana portera y después, mientras el jefe de la caravana dirigía la descarga de los pellejos de aceite y recibía el precio de la hermana despensera, José paseó por el oscuro zaguán donde tropezó dos veces con los descargadores. Abrió una puertecilla estrecha y se encontró con el huerto del monasterio.
Soplaba un vientecillo frío que estremecía y los árboles tenían los brotes color verde tierno de primavera. Buscó un rincón abrigado y se sentó al sol arrebujado con su capa; tenía frío y se sentía melancólico. El paisaje, que mostraba todos los tonos verdes era muy distinto del de su añorada Córdoba.
- ¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? ¿Los mozos de la caravana se quedan al otro lado de puerta!
José se volvió. Tras él, y vestida con las ropas de lana parda de las monjas, había una adolescente, casi una niña todavía. De las tocas blancas escapaban rizos de un tono de cobre bruñido; tenía los ojos asombradamente verdes y la cara sembrada de pecas. Había hablado en la lengua de los francos como la gente del pueblo y José no entendió.
Se levantó y se inclinó en un saludo antes de preguntar en latín.
- ¿Qué me decís, señora?
Ella comprendió que no era uno de los mozos y también cambió al latín.
- No está permitido a los extraños entrar al huerto. ¿Quién sois? ¿Cuál es vuestro nombre?
- Soy José Ben Alvar, de Córdoba, mi señora; he venido con la caravana. No sabía que estaba prohibido el paso a este sitio. ¿Éste es el lugar de las mujeres?
-¡Es el lugar de las monjas! ¿Sois árabe?
- No, mi señora; mi familia vivía en Córdoba desde los tiempos de los antiguos romanos y somos cristianos.
- Si sois cristianos, ¿por qué no habéis huido al Norte?
José estuvo a punto de contestar que era una impertinencia preguntar a cerca de lo que no era asunto suyo, pero él allí era el forastero y aquella monja le hablaba con altivez, como quién está acostumbrada a mandar.
- Señora, Córdoba es nuestra patria y allí están las tierras de la familia y los sepulcros de nuestros abuelos. ¿Por qué tendríamos que huir?
Ella no respondió y preguntó de nuevo:
- ¿Y a qué vienes al Norte? ¿Eres mercader?
José no sabía exactamente lo que era ni cómo contestar a esa pregunta.
- No, mi señora. He llegado con la caravana pero me dirijo a Santa María de Ripoll. Vuestra abadesa me facilitará una guía para el camino.
- ¿Vas a ser monje?
- Lo tengo que pensar. No estoy seguro todavía, mi señora. De momento, lo que quiero es estudiar.
- Yo ya lo tengo pensado y estoy muy segura. Yo quiero ser monja y entregar mi vida a Dios, nuestro Señor.
- Es una decisión digna de alabanza –dijo cortésmente José-. Debo marcharme.
Ella lo detuvo.
- Perdonad, ¿no queréis quedaros un poco más? Ya que habéis entrado… No partiréis hasta Santa María hasta mañana y yo tengo tan pocas ocasiones de hablar con alguien diferente…. –señaló un banco-. ¿Nos sentamos?
José contempló el banco con aire de duda. Luego extendió el faldón de su capa y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
- Perdonad, mi señora. Estoy más cómodo así.
- ¿Al uso árabe? –sus risas levantó ecos en los árboles-. Sois muy divertido, José Ben Alvar.
Ella escondió las manos en las amplias mangas del hábito y sonrió con algo de expectación.
-¿Qué me vais a decir?
- No sé quién sois, mi señora.
-¡Ah, claro! Yo soy Emma; me llamo así en recuerdo de mi tía abuela, la hija del conde Guifré, que fue la primera abadesa de este monasterio. ¿Qué hacíais en Córdoba?
-Estudiar, señora; las tres ciencias de la gramática, la retórica la filosofía y las cuatro ciencias de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.
- Yo también estudio en este monasterio, pero no he podido llegar más que a los principios de la música. ¡La aritmética es tan difícil!
- No, tal como la explicaba mi maestro. ¿Queréis escuchar un problema de aritmética?
Y sin aguardar respuesta comenzó a recitar:
Un collar se rompió mientras jugaban
dos enamorados,
y una hilera de perlas se escapó.
La sexta parte al suelo cayó,
la quinta parte en la cama quedó,
y un tercio la joven recogió.
La décima parte el enamorado encontró
y con seis perlas el cordón se quedó.
Dime cuantas perlas tenía el collar
de los enamorados.
Emma sacó la manos de las mangas para aplaudir divertida.
-¡Qué bonito! ¿Cuántas perlas había?
José también reía
- Yo conozco ya el resultado, pero lo podemos calcular ahora. Vais a ver que fácil y rápido. ¿Sabéis sumar?
-Si, pero me equivoco muchas veces. No sé manejar bien el ábaco. Además, ¡no podéis calcularlo ahora! Se tardarán días en calcular algo tan complicado.
-No, como lo explica el sabio cordobés Al-Kowarizmi. Veréis.
José buscó una ramita rota y dibujó un cuadro en el suelo que luego dividió por rayas verticales como una reja.
-Con este sistema se opera más rápido que con el ábaco latino -explicó.
Dibujó varios signos en los pequeños recuadros de la reja antes de anunciar:
-El collar tenía ….. perlas.
Emma estaba fascinada
-¡Esos signos son mágicos!
José reía alegremente por primera vez desde hacía tiempo.
-No, ¡nada de magia! Sólo son los números árabes. Se calcula mucho más deprisa con los números árabes que con números romanos. Y se calcula mucho mejor con un ábaco de arena como éste –y señaló el dibujo del suelo- que con el ábaco que usáis vosotros.
-¡Me gustaría aprender! Si vais a Ripoll, puedo pedir permiso para que me enseñéis esa ciencia. Como voy a ser monja, puedo estudiar todo lo que quiera, no es como si fuese a casarme.
-¿Cuál es la diferencia?
solución:30 perlas
ResponderEliminarDebemos pensar en un número que sea divisible por 6, 5, 3, 10. Entonces pensemos en el mínimo común múltiplo de esos números 30 y vemos que la sexta parte de 30 son 5, la quinta parte son 6, la tercera parte son 10, la décima parte son 3 y 5+6+10+3=24, 24+6=30